Cuenta Dalí
que una noche tomó un queso Cambembert tan maduro que se deshacía, y que con
esa imagen se fue a la cama. Allí lo atrapó el insomnio, que traía consigo una
reflexión acerca de la consistencia de las cosas. Así, como el que reflexiona
sobre los Cuatro Fantásticos del Barça o sobre el Euribor. Y entonces se
levantó, se dirigió al cuadro que tenía sin resolver, un paisaje desolado, y
entonces añadió esos relojes blandos que parecen albergar un tiempo juguetón y
mantecoso. Como el queso, sí.
No hacía
mucho, ya lo decíamos, que Einstein había vuelto del revés las mentes humanas
con esa idea de que el tiempo no es algo inmutable ajeno a nuestra percepción.
Según su teoría, el paso del tiempo no
se halla exento de variaciones, y entre otras cosas, depende de nuestra
velocidad. ¿Un tiempo para cada uno? ¿Un tiempo que va a lo suyo, doblando el
espacio y retorciéndolo en la famosa curva espacio-tiempo? Quizá, quizá, ahí
andan todavía los eruditos dándole vueltas a la idea e intentando hacerla
compatible con la física cuántica, al parecer incompatible en su plenitud con
la teoría de Einstein. Sin embargo, Dalí, por eso es un genio, resolvió la
cuestión antes que los científicos.
En La
persistencia de la memoria los relojes se deshacen, quizá hastiados del tiempo,
o de sí mismos, y lo hacen sobre la rama muerta de un árbol, sobre una cabeza
disparatada que finge dormir, sobre una mesa que se cuadra obediente hacia al
punto de fuga. Cada reloj marca una hora, como si la manía circular de cada uno
de ellos mantuviera una postura distinta acerca de la hora exacta. Como el
cuadro no es cine, no sabemos si las agujas, en efecto, marchan hacia delante,
hacia donde estamos acostumbrados que lo hagan: las dos después de la una, y
las cuatro después de las tres, cuando ya han terminado los telediarios. ¿Quién
sabe si estos relojes de Dalí van hacia atrás, y entonces no habría que
preocuparse por levantarse a tiempo, sino por haberlo hecho demasiado pronto?
Estos
relojes, salidos del país en el que se perdió Alicia cuando perseguía a un
conejo, son, me parece, la primera manifestación artística de E=mc2. Mientras
Einstein se machacaba las neuronas teorizando sobre la constante cosmológica
que le resolviera sus ecuaciones, Dalí ya sabía todo aquello, lo intuía, lo
soñaba desvelado, en una mala digestión de queso Camembert. Si el tiempo es
curvo, que lo sean también los relojes: liberémoslos de su cuadratura circular.
Pero llegó
más allá, hay otro reloj en el cuadro. Uno de mano de los que ya no necesitamos
porque la hora la llevamos en el teléfono móvil. Y está cerrado, y una reunión
de hormigas se reparten el espacio que esperamos que ocupen las manecillas y
los números. No, este reloj no es para marcar la hora, es un reloj de lo
pequeño, de lo muy pequeño, un reloj cuántico en el que el tic tac habitual ha
sido sustituido por los traqueteos de las patas de las hormigas sobre el metal:
seis patas por hormiga, seis segundos, entonces, a la vez, múltiples
posibilidades en una sola tirada. Y ahí andan, en efecto, los físicos cuánticos
intentando comprender cómo es posible que un electrón esté en dos sitios al mismo
tiempo o se cuele por varios agujeros simultáneamente. Y no encontrarán la
respuesta, de ningún modo, hasta que se tomen el día libre y se den una vuelta
por el Museo de Arte Moderno de Nueva York, donde se encuentra expuesta La
persistencia de la memoria, como un catecismo mudo de la modernidad, callado, a
la espera de que las grandes mentes se detengan a comprenderlo.
Los dos
tiempos, las dos clases de tiempo, el de lo muy grande y el de lo muy pequeño,
en un mismo cuadro. Y constituyendo un tiempo único, personalísimo, hasta el
punto de que el título del cuadro no alude el propio tiempo, sino al que nos
importa a cada uno: el de la memoria. Un tiempo sentimental, por lo tanto, y
desgastado, y comestible, y emocionado.
Y TODO
ESTO, POR UN EMPACHO DE QUESO
http://www.larevelacion.com/Arte/Lapersistencia.html
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